Por Tahiana Larissa.
El autor paraguayo revela cómo sus experiencias familiares durante el exilio inspiraron un relato sobre la búsqueda desesperada de libertad en tiempos de dictadura.
Sobre a través del límite.
¿Cómo surge la idea de “A través del gran límite”?
Viene de mi época en que estábamos exiliados mi familia y yo. Yo me paraba en la ribera posadeña y veía mi ciudad, Encarnación, a la cual no podía ir, pues eso significaba la muerte, la cárcel o la tortura, o sea había un límite que si uno cruzaba estaban todas esas maldades como si uno cruzaba al otro lado (el argentino) salvaba su vida.
El personaje principal de la historia, Rudecindo, ¿cree en las profecías o es supersticioso?
Rudecindo no cree ni deja de creer, ese pasaje del cuento es bien de la época campestre en que por una lluvia te quedabas empantanado en los caminos de tierra (que yo lo viví varias veces) y la pitonisa fue un toque de ¿creatividad?
¿Podríamos hablar del significado y papel que cumplía un kurupi durante la dictadura?
“Kurupi” es el soplón y delator típico de las tiranías paraguayas que se instauró en el gobierno del Doctor Francia, el “pyrague”, el ser despreciable que delataba a los ciudadanos por una dádiva miserable.
¿Te identificas con algún personaje o sitio en “A través del gran límite”?
Más que identificarme con el personaje, lo que quiero transmitir es la lucha contra cualquier tiranía. Rudecindo que excede al campesino medio en su accionar, es una muestra que a los tiranos de cualquier ideología hay que enfrentarlos. La zona del Alto Paraná y Encarnación fueron escenarios de crímenes de lesa humanidad.
A través del gran límite: el relato de Martín Venialgo que captura la búsqueda desesperada de libertad en tiempos oscuros
Una travesía nocturna por el río Paraná se convierte en metáfora de la esperanza cuando la opresión política convierte cada frontera en una promesa de salvación.
El comisario y sus capangas rodearon la isleta. Rudecindo hizo un gesto de silencio a sus compañeros y estos se agazaparon, esperando con el dedo en el gatillo. Una figura se abrió paso entre las talas y los campesinos abrieron fuego al unísono: el cuerpo cayó como una bolsa de papas y los acompañantes de la figura caída huyeron. Rudecindo y sus compañeros campesinos se acercaron al cuerpo jadeante: era el comisario torturador y beodo. El guardó su revolver y le pidió a Clotildo el viejo Winchester, le apuntó a la cabeza y jaló el gatillo.
Esa Navidad sangrienta de 1959 estaba terminando. Luego de desvestir al comisario, lo colgaron de un pie y cabeza abajo de un lapacho. Clotildo sacó una daga y lo despanzurró, de la misma forma que las tropas stronistas despanzurraron a su esposa en la Estancia Tapytã. Sabían que los sicarios stronistas volverían y encontrarían el mensaje, el ojo por ojo, diente por diente era una realidad.
Rudecindo inició la travesía a través del monte. Un campesino iba con una rama borrando las huellas para desorientar al ejército. Al llegar a un arroyo meandroso fueron cruzando por turno; el agua estaba fresca pese a los más de cuarenta grados de temperatura y por un instante, se sintieron como en un paraíso. Después de más de una hora de caminata, sin poder evadir las uñas de gato que iban convirtiendo en jirones la ropa, hicieron un alto en un abra que contenía un manantial, comieron un poco de cecina y algo de picadillo. Luego hicieron un intercambio de ideas y llegaron a la conclusión de que la represión iba en aumento y ellos, en retroceso, había que huir del país. Todos dijeron que iban a cruzar el Paraná y recalar enfrente, en Puerto Bemberg, del lado argentino, pero Rudecindo tenía a su esposa e hijo en Encarnación, y tendría que ir hacia allá lo más precavido posible. Se despidieron y cada uno tomó su rumbo.
El destartalado ómnibus “El Doradito” paró en medio de aquella huella que fungía de ruta y Rudecindo subió con vestimenta de paisano y una valija de cartón. Fue hasta el asiento del fondo a la derecha, se sentó al lado de una señora que fumaba un cigarro de chalas.
Cada tanto, la señora habría una bolsa donde tenía un par de gallinas batarazas y les daba un poco de maíz. De pronto cayó un aguacero furibundo y el ómnibus quedó empantanado. El chofer, con un ligero vaho a caña, comunicó a los pasajeros que iba a ir al obraje “San Rafael” en busca de un tractor para salir del problema. Rudecindo quedó pensativo. La lluvia cesó de pronto, y a lo lejos —tal vez no tan lejos— vio una humareda. Pensó en alguna choza con tatakua, se levantó y se encaminó hacia el sitio de donde venía el humo. Allí estaba una señora, jugando con unas cartas difíciles de describir.
—Se quedaron empantanados, el tractor va a tardar un par de horas — afirmó la señora—. Saque una carta de este mazo.
Rudecindo, sorprendido, sacó una.
—Es la muerte —dijo ella.
—¿Voy a morir?
—No necesariamente. Va a tener que matar o morir, siempre va a tener una opción.
Luego de decir eso, la señora fue al tatakua y le obsequió unas chipas. Rudecindo volvió al ómnibus.
Llegó a Encarnación después de medianoche. Caminó por un sendero polvoriento hacia Pacú Cuá, mirando de reojo cualquier movimiento extraño; su Smith & Wesson iba bien escondido en su cintura. Se cruzó con un burrito que pastaba al costado del camino, luego llegó a una curva y vio la gigantografía:
“PRESIDENTE STROESSNER, EL LÍDER QUE NOS VA A SALVAR DEL COMUNISMO”.
Alzó una piedra del costado y la lanzó contra el cartel; el ojo izquierdo del tirano quedó perforado —ahora sí parecía un pirata— y él sonrió por dentro. Siguió su camino hasta su barrio. Al llegar a su manzana, hizo un rodeo protegido por las sombras, entró por el patio interior de su casa, golpeó la puerta trasera y, luego de un rato, cuando escuchó pasos, dijo la contraseña. Al abrirse la puerta, su suegra lo hizo pasar.
En el desayuno, temprano, le dijo a su esposa Ambrosia que tenían que cruzar ese mismo día, día de Año Nuevo, debido a que los sicarios de seguro lo estarían buscando. Ella asintió.
Al mediodía volvió Ambrosia de la zona ribereña y le comentó que había contactado con Kurupi, un pasero que conocían y que estaba dispuesto a cruzarlos a cambio de una suma de dinero. El clima político estaba denso, un nuevo delegado de gobierno, un homosexual no asumido que vestía ropa extravagante y perfumes caros, iba a ser el nuevo artífice de la represión.
Rudecindo levantó la tapa del piso de madera que estaba cubierto por una alfombra, de allí extrajo la carabina Spencer y la envolvió en una arpillera junto a las letales balas con punta hueca; ya estaba listo para el gran cruce a través del Paraná.
Pasadas las once de la noche salieron por la puerta trasera de la casa; algunos petardos y cohetes estallaban anunciando el año nuevo. Caminaron en zigzag rumbo al río; Ambrosia llevaba un bolso con lo que pudo cargar y al pequeño Andrés de la mano. Al llegar al borde del río Paraná, encontraron a Kurupi con su canoa presta, subieron y acomodaron sus cosas, un vaho de caña llegaba del aliento de Kurupi. Rudecindo le dijo que iniciara el cruce, desenvolvió la carabina y comenzó a cargarla con las balas de punta hueca ante la pasividad de su señora y su hijo y la sorpresa de Kurupi. La canoa inició el viaje hacia el gran límite del río Paraná, que dividía a Argentina de Paraguay y que significaba la libertad. Una vez cargada la carabina, Rudecindo le preguntó a Kurupi si los había delatado y este respondió que no. Acto seguido le apuntó a Kurupi y jaló el percutor del arma; la cara del canoero se puso pálida de miedo, comprendió que estaba frente a un hombre decidido a todo.
Balbuceando le dijo que sí, que tuvo que confesar frente al nuevo delegado de gobierno amanerado y perfumado.
—¿Dónde nos esperan?
—En el límite del río.
Rudecindo le dio orden de que siguiera remando en esa dirección, y a los pocos minutos divisaron la embarcación de la prefectura paraguaya con las luces apagadas. Le ordenó a Kurupi que dejara los remos en el fondo de la canoa y que se levantara e hiciera señas a los marineros. Este obedeció y la señora y su hijo se acostaron para ponerse a salvaguarda. Rudecindo apuntó hacia la embarcación y de pronto se prendió un faro. Desde la nave, un marinero disparó y le voló los sesos al canoero que cayó pesadamente al río. Rudecindo respondió haciendo blanco en el marinero. Dentro de la embarcación comenzaron a tomar posición de tiro un par de marineros más, pero un disparo de Rudecindo dio de pleno en el tanque de combustible y los marineros volaron por los aires. Tomó los remos y se acercó al lugar: la embarcación ardía y los marineros fueron tragados por la corriente. Pensó que era una ironía morir en el comienzo del año nuevo, mientras tanto en Encarnación como en Posadas comenzaban los fuegos artificiales celebrando la venida del nuevo año. Siguió remando hasta la desembocadura del arroyo Garupá, la canoa detuvo su marcha en la ribera. Bajaron y se dirigieron por caminos vecinales hacia el suburbio de Villa Coz, donde vivía la hermana de Ambrosia. La libertad, aunque dolorosa, había llegado.
Martín Venialgo
La travesía hacia la libertad
Martín Venialgo construye en este relato una poderosa alegoría sobre la búsqueda de libertad en tiempos de dictadura. A través de la épica nocturna de Rudecindo, el autor paraguayo logra capturar la desesperación de quienes debieron abandonar todo por la supervivencia, convirtiendo el río Paraná en una frontera entre la opresión y la esperanza. La prosa cruda y directa refleja la violencia de una época donde cruzar una frontera significaba la diferencia entre la vida y la muerte.
Por Tahiana Larissa
Autora, periodista
Editora en Jefe
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Publicado en Gaceta Parnasus | Junio 2022 | Vol. 13