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Home CUENTOMartín Venialgo presenta “White Collar”: el thriller urbano que explora la ambición sin límites en Wall Street.

Martín Venialgo presenta “White Collar”: el thriller urbano que explora la ambición sin límites en Wall Street.

August 31, 2025• byadministrador

Por Martín Venialgo.

Pamela hizo un cruce de piernas que perturbó al gerente; después siguió la conversación.

—Necesito que me amplíen la línea de crédito a cien mil dólares más—dijo ella.

—Pero usted ya está sobre girada, no sé si va a ser posible.

—Va a ser posible o van a darle crédito a los que no le pagan. Pamela se levantó del mullido sillón y el gerente vio a aquella escultural diosa en su mejor versión.

Ella se dirigió al humidor y encendió un Cohiba Behike, luego observó Park Avenue desde las alturas. Se sintió nuevamente y el gerente le dijo que haría lo posible y que estaba comprometiendo su puesto.

—El riesgo es algo que tiene que asumir o si no estaría vendiendo hot dogs en New Jersey.

El gerente asintió y dijo que iba a avalar la nueva línea.

Ella se levantó con un halo triunfante y cruzó la inmensidad de aquel banco de Wall Street, lo hizo fumando y excitando a los hombres y llenando de envidia a las mujeres.

El Empire State Building es tal vez la postal de Nueva York, pero es también el mal ejemplo de lo que la alcaldía puede hacer en cuestiones impositivas abusivas, dejando los valores de venta y alquiler por el piso. Esto lo aprovechó Pamela Bogart para alquilar todo un piso, el 33, similar a su edad, y trasladar la matriz de abogacía de “Delaney & Thompson”. Entró con paso decidido, pasando frente a los empleados con aire de superioridad y al sentarse en su mullido sillón gerencial se quitó los zapatos Manolo Blahnik y puso sus torneadas piernas sobre el escritorio.

Llamó a su secretaria Farzana Nawaz, una chica humilde de origen pakistaní que, gracias a su tesón, se recibió de abogada en Yale mediante una beca. Farzana entró a la amplia oficina e hizo lo acostumbrado: le sirvió a su jefa una copa de champagne a temperatura ideal y, luego de acomodar su hiyab, pasó revista de las últimas novedades.

—Camilo Hernández quiere convertirse en testigo protegido —dijo Farzana.

—Primero que nos pague el saldo y después vemos cómo colaboramos.

Farzana siguió con las últimas novedades.

—Esta semana entra en su etapa decisiva el juicio de Robert Wilson; al jurado le falta solo el voto de un integrante para declararlo culpable.

En el caso de Robert Wilson, banquero de Wall Street que asesinó a su esposa, la duda estaba en si lo hizo en defensa propia o no y los miembros del jurado estaban mayoritariamente a favor de la culpabilidad, pero necesitaban el total de miembros para declararlo culpable. Los doce integrantes estaban aislados en el hotel Wellington, pero Farzana logró contactar con la hermana de uno de ellos, también de origen pakistaní, en una maniobra que, si se descubría, haría que terminaran todos presos.

—La cifra es de cien mil dólares para que se abstenga, ya entregamos veinte mil y le prometí veinte mil más para mañana, pero necesitamos alguna señal de compromiso.

Farzana se dirigió caminando hasta Penn Station, tomó el tren y se hundió en un asiento: mañana sería un día decisivo para consolidar su sueño americano.

El sueño americano de Farzana era simplemente superarse a sí misma, demostrar que una pakistaní que salió con solo seis meses de vida desde el puerto de Karachi con sus padres podía llegar a lo más alto de un imperio que te ponía todos los obstáculos con el objetivo de hacerte fracasar. En el proceso de perseguir ese sueño había comprendido que solo una competencia activa —y muchas veces desleal— podía llevarla a la meta.

Llegó a aquel café del Soho al mediodía. Antes de entrar se cubrió el rostro con el hiyab y luego se dirigió a una mesa en un costado, donde las cámaras del local no la divisaban.

Al rato entró también con su rostro cubierto Ayesha Shah. Al llegar a la mesa de ella juntó sus manos como si fuese a orar y la saludó.

—As-saalam alaikum, Farzana.

Farzana correspondió de la misma forma y pidió dos tés de Ceylán. Ante la consulta de qué novedades tenía, Ayesha, hermana de uno de los jurados que estaban en el hotel Wellington, contestó que estaba todo bien, que un pakistaní que limpiaba los baños y con acceso a las habitaciones iba transmitiendo los acontecimientos, que su hermano estaba convencido de lo que iba a hacer. Farzana le dijo que le iba a dejar en su asiento al levantarse un sobre con los veinte mil dólares y le pidió que dentro de dos días su hermano cumpliera con lo pactado. Ayesha respondió moviendo la cabeza afirmativamente y Farzana quitó de su cartera el sobre.

Cuidadosamente, lo depositó en su asiento al levantarse, luego juntó sus manos y se despidió:

—Khuda hafiz, Ayesha.

—Khuda hafiz, Farzana.

Farzana salió del local de ese barrio de bohemios y no tan bohemios que era el Soho, caminó unos pasos y se detuvo. Sobre el mástil de una bandera norteamericana vio algo, se concentró un instante y develó su duda: sí, era un zopilote.

La sala del tribunal neoyorquino estaba repleta de curiosos y periodistas. El juez Garrett llamó al presidente del jurado, uno de los doce hombres supuestamente imparciales, y este, con voz introspectiva, se dirigió al juez.

—Al no haber unanimidad de criterios en el jurado, este llegó a la conclusión de que el acusado sea liberado sin condena alguna.

El recinto explotó: algunos aplaudían y muchos otros insultaban. Farzana recibió el abrazo jubiloso de Robert Wilson y luego de ello se tapó el rostro con su hiyab y, en medio del escándalo, se fue por una puerta lateral.

Al llegar a la calle se fue hacia la Quinta Avenida caminando tranquilamente y se detuvo frente a la Biblioteca Nacional. Subió por las escalinatas y se sentó allí, como lo hacían muchos estudiantes y turistas.

Luego tomó su celular y marcó el número más importante de su directorio.

—¿Qué novedades hay, Farzana? —inquirió Pamela.

—Boss, todo salió según lo planeado.

Pamela tomó un sorbo de champagne sentada en aquella avenida que terminaba en un arco de triunfo. Luego le preguntó qué había del juicio que la próxima semana se hacía en Delaware por una estafa a un fondo de pensiones.

—Vamos a conseguir una absolución, tendremos que romper algunos huesos en esta etapa final y lo haremos.

Pamela se despidió con la alegría de haber anotado un touchdown, tomó otro sorbo de champagne y se preguntó a qué lugar del mundo podría ir a fin de mes, tal vez a Tailandia y tal vez invitaría a su prima Dorothy, una chiflada obsesionada con la “agenda 2030” y otras estupideces.

Farzana se quedó un instante mirando la multitud que iba y venía por la Quinta Avenida, luego se incorporó y entró a la biblioteca y vio que había un debate sobre Walt Whitman. Se dirigió a esa dirección, pero su mente ya estaba elucubrando nuevas estrategias.

Martín Venialgo

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